LA PLAYA DESCONOCIDA
Por Luis Azurmendi
Después de tantos años
regreso a Noyalo. Allí crecí entre escuelas y playas con el eco
de guerras y miedos que los mayores disimulaban.
He quedado con Tabolo, aquel
querido personaje que me llevaba en su lancha, pintada a proa con el rumboso nombre de “patiello”, en referencia al pequeño molusco que, en
bandadas, se movían por la superficie de la mar, pintándola de diferentes tonos
y formas que nos servían de referencia para pescar, pues las lubinas los perseguían y nosotros a ellas con nuestras cañas de “cacear”.
A veces, recuerdo, los vientos
diferentes que, allí donde azotaban, también trazaban en la mar azules y grises
bien diferentes que nos confundían en la pesca. Los vientos en este cantábrico
crean paisajes y situaciones bien diferentes y forman parte de la vida
cotidiana: el gallego” con una lluvia fina y pesada que, a saliente llaman “txirimiri”
y a poniente “orballu”, a veces nos trae mar de fondo de grandes olas; el Norte
y Nordeste, frío y de cielos azules, es el
que riza la mar; el temido Sur, el de la galerna, traidor y cruel que, en
tierra, los campesinos, llaman “regañon”.
Hemos quedado junto a la
playa. Quiero que Tabolo me cuente lo que ha pasado desde entonces, desde que
me fui,, si se mantienen las costumbres…
- ¡Qué va! -me dice- eso ha
cambiado completamente. Ya verás en verano la cantidad de turistas que pasean
por aquí.
Bajamos hacia la orilla, la
marea esta baja, y un impresionante murallón de rocas nos cierran el horizonte,
a mí me da la sensación de que han crecido, que han cambiado, que las formas
son otras, que…
-No, no. Lo que cambia-me
dice- es la arena.. La marea siempre está viva y las corrientes se mueven en
muchas direcciones y la arrastran de un lado para otro. Allí donde las
corrientes chocan se pierde velocidad, la arena se deposita entonces y, allí, puede formar montañas de un día para
otro.
Noto el frío en los pies y vamos
rodeando algunos peñascos hasta Peña Verana, desde allí vemos un mar verde, oscuro, casi negro: es una inmensa
pradera de algas que arrancaron los temporales más fuertes.
- ¿Seguís recogiendo algas?,
buen negocio era ¿no?
- Solo a veces- se para mirando hacia “ Los Cuarezos” – Esto está
abandonado. Aún eras muy pequeño pero ya te acordarás como las cogíamos.
- Ah, sí. Salíais en barco y
luego buceando.
- ¡No!, no. Antes que eso. Las cogíamos “a ribazón”. Esperábamos
todos en lo alto de las dunas a que se “viniese” la mar , con la marea viva, que
traía las algas arrancadas de los fondos. Cuando iban llegando nos metíamos arremangados
entre las olas con los redaños. ¡Todo el pueblo! ¡ hombres y mujeres! Nos
envolvían las grandes olas blancas de setiembre. Era duro y peligroso, pero
buenas risas nos echábamos al descubrir los cuerpos de las mujeres ceñidos por
las ropas mojadas.
Arrastrábamos los pies en
aquella masa vegetal hacia la orilla, cuando me empezó a relatar actividades
nocturnas de la playa.
- La angula la pescábamos –
siguió contando- a la salida de la marisma. Ibamos en línea un grupo de vecinos
recorriendo la playa a media agua con grandes redaños. Se pescaba mejor los
días peores de invierno. Era la costumbre probada. A veces sucedía que un grupo
de forasteros – se rie- se nos ponían cerca y nosotros íbamos desviando el
camino para desplazarlos poco a poco hacia lo que conocíamos muy bien: el “pozón”.
Cuando caían los primeros, se oían los chapoteos
y los juramentos que rompían la noche. A Alguno tuvimos que sacar.