jueves, 16 de abril de 2020





LA PLAYA DESCONOCIDA


Por Luis Azurmendi


Después de tantos años regreso a  Noyalo.  Allí crecí entre escuelas y playas con el eco de guerras y miedos que los mayores disimulaban.

He quedado con Tabolo, aquel querido personaje que me llevaba en su lancha,  pintada a proa con el rumboso nombre de  “patiello”,  en referencia al pequeño molusco que, en bandadas, se movían por la superficie de la mar, pintándola de diferentes tonos y formas que nos servían de referencia para pescar, pues las lubinas  los perseguían  y nosotros a ellas con nuestras cañas de “cacear”.  A veces, recuerdo, los vientos diferentes que, allí donde azotaban, también trazaban en la mar azules y grises bien diferentes que nos confundían en la pesca. Los vientos en este cantábrico crean paisajes y situaciones bien diferentes y forman parte de la vida cotidiana: el gallego” con una lluvia fina y pesada que, a saliente llaman “txirimiri” y a poniente “orballu”, a veces nos trae mar de fondo de grandes olas; el Norte y  Nordeste, frío y de cielos azules, es el que riza la mar; el temido Sur, el de la galerna, traidor y cruel que, en tierra, los campesinos,  llaman “regañon”.

Hemos quedado junto a la playa. Quiero que Tabolo me cuente lo que ha pasado desde entonces, desde que me fui,, si se mantienen las costumbres…

- ¡Qué va! -me dice- eso ha cambiado completamente. Ya verás en verano la cantidad de turistas que pasean por aquí.

Bajamos hacia la orilla, la marea esta baja, y un impresionante murallón de rocas nos cierran el horizonte, a mí me da la sensación de que han crecido, que han cambiado, que las formas son otras, que…
-No, no. Lo que cambia-me dice- es la arena.. La marea siempre está viva y las corrientes se mueven en muchas direcciones y la arrastran de un lado para otro. Allí donde las corrientes chocan se pierde velocidad, la arena se deposita entonces  y, allí, puede formar montañas de un día para otro.

Noto el frío en los pies y vamos rodeando algunos peñascos hasta Peña Verana, desde allí vemos un mar  verde, oscuro, casi negro: es una inmensa pradera de algas que arrancaron los temporales más fuertes.

- ¿Seguís recogiendo algas?, buen negocio era ¿no?

- Solo a veces-  se para mirando hacia “ Los Cuarezos” – Esto está abandonado. Aún eras muy pequeño pero ya te acordarás como las cogíamos.

- Ah, sí. Salíais en barco y luego buceando.

- ¡No!, no.  Antes que eso. Las cogíamos “a ribazón”. Esperábamos todos en lo alto de las dunas a que se “viniese” la mar , con la marea viva, que traía las algas arrancadas de los fondos. Cuando iban llegando nos metíamos arremangados entre las olas con los redaños. ¡Todo el pueblo! ¡ hombres y mujeres! Nos envolvían las grandes olas blancas de setiembre. Era duro y peligroso, pero buenas risas nos echábamos al descubrir los cuerpos de las mujeres ceñidos por las ropas mojadas.

Arrastrábamos los pies en aquella masa vegetal hacia la orilla, cuando me empezó a relatar actividades nocturnas de la playa.

- La angula la pescábamos – siguió contando- a la salida de la marisma. Ibamos en línea un grupo de vecinos recorriendo la playa a media agua con grandes redaños. Se pescaba mejor los días peores de invierno. Era la costumbre probada. A veces sucedía que un grupo de forasteros – se rie- se nos ponían cerca y nosotros íbamos desviando el camino para desplazarlos poco a poco hacia lo que conocíamos muy bien: el “pozón”. Cuando caían los primeros,  se oían los chapoteos y los juramentos que rompían la noche. A Alguno tuvimos que sacar.